El Blog de Javier Caraballo

Javier Caraballo es periodista de EL MUNDO. Es redactor Jefe de Andalucía y autor, de lunes a viernes, de una columna de opinión, el Matacán, sobre la actualidad política y social. También participa en las tertulias nacionales de Onda Cero, "Herrera en la Onda" y "La Brújula".

28 mayo 2012

Muy triste, pero...



No importa quién esté delante. No importa el lugar del encuentro ni importa tampoco el momento del día o el motivo de la conversación. Nada importa porque estés donde estés, estés con quien estés, en algún momento alguien pronunciará la frase que redondeará la grima y el desconcierto; las palabras que hacen homogéneo el desencanto y la incertidumbre por lo que pueda venir. Pueden ser médicos o abogados, guardias civiles o profesores de bachiller. Desempleados, científicos, periodistas, camareros, empresarios, rentistas o jubilados. No importa quién porque la conversación siempre comenzará con un esbozo general, acaso una pregunta indagatoria a la persona que está enfrente. “¿Y usted cómo lo ve?”

No hará falta siquiera que nadie delimite el campo de la conversación porque existe un sobreentendido generalizado, que se ha extendido por todos los rincones: la crisis, qué va a ser si no. Y nada más formular la pregunta, se iniciará una cadena de asentimientos para remarcar que todos comparten la misma preocupación y el mismo diagnóstico, sea cual sea el punto de observación, una escuela, un hospital, un restaurante, un juzgado o una siderurgia. Y dirán, y diremos, que en este país hemos vivido tan por encima de nuestras posibilidades que hasta vértigo nos produce ahora mirar para atrás, tan sólo unos años más atrás, y observarnos en la complacencia boba en la que nos habíamos instalado. Un sector profesional, cualquier sector profesional, todos los sectores, sea cual fuera su peculiaridad, ha acabado engullido por una crisis que no era suya, que no pertenecía a su realidad de entonces, que no se correspondía con sus posibilidades de futuro, pero ya no parece haber salida; no era la crisis de nadie en particular pero ahora es la crisis de todos porque esta crisis nos ha arrastrado a todos, ha arrasado con todo.

Vendrá luego un elemento común denominador, la culpa. Y sabemos de quién es la culpa, o eso diremos, o en ese punto exacto asentiremos de nuevo en la conversación. Banqueros, políticos, auditores, especuladores avarientos de los mercados financieros. Elites de privilegios y de poder, castas endogámicas, ajenas a la realidad de la calle. En ese magma inalcanzable encontraremos la conexión y el epicentro de estos males de ahora, el primer soplo de este torbellino que quiere tragarse una civilización, un imperio, una forma de vida, una época de esplendor. El origen de todo lo proyectamos ahí, se proyecta ahí, en esas alturas tantas veces etéreas, en ese universo que no es sino una proyección de otras limitaciones, de otros excesos compartidos, de la ceguera de todos. La conspiración, el poder, los secretos escondidos, las grandes fortunas amasadas.

Nada importa porque estés donde estés, estés con quien estés, en algún momento alguien pronunciará la frase que hace homogénea la multiplicidad del desencanto. Es la frase con la que se cierra toda conversación: “Es muy triste, pero es así”. Es la frase que resume la penuria de la Educación, el colapso de la Justicia, la ruina de  la construcción, la parálisis de los restaurantes, la tiesura de los periódicos, la hartura de los funcionarios, la asfixia de la Sanidad, la raquítica realidad de la investigación, el horizonte incierto de la juventud. “Es muy triste, pero es así”. Y con el amargor resignado de ese final, buscaremos en otra cara el bucle eterno de esta desazón.

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18 mayo 2012

Línea roja


Sé del insomnio por Lidia, que la otra noche se despertó sobresaltada con una pesadilla que nada tenía que ver con mundos oníricos: soñó que era ella a la única a la que despedían en su empresa. Lidia es periodista y en su periódico le han comunicado a los trabajadores que en breve ejecutarán un Expediente de Regulación de Empleo que afectará a gran parte de la plantilla. Lidia soñó con una llamada a primera hora, una visita al despacho de un señor gris que, después de bajarse las gafas para mirarla, extrajo de un fichero una carta con su nombre: estaba despedida. Era ella la única despedida de toda la empresa, y se veía abandonando la redacción, sola entre sus compañeros, sola ante sí misma. Sola. Miró a su marido dormido, a su lado, y se levantó para abrir la puerta del cuarto de sus dos niñas pequeñas. Ahí encontró el consuelo en las horas que todavía tardó la noche en diluirse con los primeros rayos de sol de la mañana.

Sé de la desesperación por Fernando, que no ha llegado todavía a cumplir los 35 y ahora, cuando mira para atrás, piensa que todo en su vida ha estado equivocado. Su matrimonio no funcionó y su trabajo, el periodismo, se está desmoronando. Y dice Fernando que sin amor y sin trabajo, de qué ilusiones vive el hombre. También él trabaja en un periódico, de los muchos que hay en España con planes de regulación de empleo, y piensa que él será uno de los primeros en abandonar la redacción. Cada día, cuando llega a la redacción, se espera que, en la misma puerta, el vigilante o una secretaria lo detenga. “Pasa antes por el despacho”, y será entonces cuando le entreguen la carta de despido. Los problemas cotidianos, que se amontonan en la mente, la hipoteca, los plazos del divorcio, el préstamo del coche, la luz, el agua… todo eso, que se viene encima como una cascada de sudor frío, no es nada comparado con el intento baldío de calcular alguna otra parte en la que poder trabajar de periodista. Sencillamente, no existe.

Sé de la ansiedad por Pedro, que es soltero, que no tiene problemas de hipoteca ni cargas que lo angustien, pero no alcanza a verse lejos del entorno en el que ha estado toda su vida. Un habitat, un tipo de vida, un modo de ser, una forma de comportarse. También en su periódico amenazan con despidos, porque no llega la publicidad, porque las ventas caen en picado, porque los empresarios locales que apoyaban la sociedad ya se han retirado, y le angustia verse desgajado, arrancado, de las tres o cuatro referencias vitales a las que consigue asirse cada día para tirar para adelante. La ansiedad ya se le ve en los ojos, se adivina en la forma compulsiva con la que devora la comida, los nervios que se desatan sin explicación en medio de una ronda de cervezas.

Sé de los agravios porque esto que ocurre aquí, en la prensa, es sólo un reflejo de la desproporción, cada vez mayor, entre los trabajadores de empresas públicas y los trabajadores de empresas privadas. Yo no aspiro a que el rasero y la medida de los problemas sea el nivel más bajo, la tajada más pequeña. Pero no dejo de pensar en Lidia, en Fernando, en Pedro, cuando oigo decir al Gobierno andaluz que los empleados públicos nada tienen que temer por la Reforma Laboral y por los despidos. Porque en Canal Sur hay 1.600 trabajadores y son incontables los que ejercen en los gabinetes de prensa de toda la Junta de Andalucía. ¿Tan difícil se hace comprender que, sencillamente, no es posible sostener esa diferencia, que se podría ampliar a cualquier otro sector, a costa de nuevos impuestos y más recortes de inversión? Sacrificios para todos, esa tendría que ser la única línea roja. 

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16 mayo 2012

La nota


Me sobrepasan. Estas noticias que atraviesan la garganta de una punzada, que se clavan en la sien como queriendo horadar la conciencia, me paralizan, no puedo más. Intento seguir la actualidad y prestarle atención a las idas y venidas del discurso político; lucho contra la apatía creciente y combato la repulsa que nace cuando se les observa con cierta distancia y se contempla el ridículo pomposo en el que viven, pero llegan estas noticias y cualquier intento se derrumba, carece de sentido. La vida está ahí, en la calle, está en esas noticias que llegan y te sobrepasan. La ley de la gravedad también existe en la crónica de actualidad, son esas noticias que tiran de los pies y los hacen pisar el suelo miserable de la verdad.

Una bolsa de deportes abandonada en la puerta de una guardería y alguien que se queda observándola mientras echa un cigarrillo apoyado en un árbol de la acera de enfrente o mientras se acerca en su paseo rutinario de cada amanecer. Se queda observando la bolsa porque, mira, mira, hay algo que se mueve en su interior. Debe ser un cachorrito, piensa, y por eso araña con las patas las paredes de tela de la bolsa. O será que con la narizota humedecida de los perritos está olfateándolo todo. Será un cachorro, sí. Y se acerca a curiosear un poco más de cerca la bolsa que se sigue moviendo y, en un gesto decidido, se detiene para descorrer la cremallera de la bolsa. ¿Lo hacemos, tiramos de la cremallera o hablamos de los recortes, de la justificación política mentirosa que le ha dado el Gobierno andaluz  a la quiebra en la que se encuentra buena parte de la gestión andaluza, el estado insostenible de tantas empresas públicas? ¿Detallamos otra vez el despilfarro que se sigue produciendo en multitud de organismos confeccionados sólo para sostener la burocracia política, la estructura clientelar de miles y miles de personas? ¿Nos enojamos de nuevo con la hipocresía de exigir sacrificios con nuevos impuestos y menos salarios a aquellos sobre los que ya recae el mayor esfuerzo?

Ahí está el tipo detenido en la acera, delante de la bolsa abandonada en la puerta de una guardería. Tira hacia debajo de la cremallera y los ojos diminutos de un bebé le provocan un gesto instintivo de miedo, un sobresalto mayúsculo que le lleva a retirarse dos pasos de la bolsa, como si hubiera descubierto una bomba a punto de estallar. Mira a los dos lados de la calle, a ver si alguien lo ha visto, y se acerca de nuevo a la bolsa, para demostrarse a sí mismo que no está equivocado, que es una niña recién nacida lo que hay en la bolsa. «Si fuera un cachorro, estaría feliz; pero me he asustado al comprobar que es un niño», se dice para sí, sin ánimo alguno de explicarse el sentido contradictorio de sus reacciones inconscientes. Ya al final, se decide a sacar la niña de la bolsa. Ya sabe lo que hará, llamará al timbre de la guardería y luego a la policía. Toma a la niña y acuna la cabeza en su hombro. Luego hurga dentro de la bolsa, por si hubiera algo más. ¿Hablamos de ‘las líneas rojas’, del argumentario falso que se ha establecido como consigna en el Gobierno andaluz para que la propaganda nos haga ver que aquí no hay recortes en la sanidad o en la educación? ¿Repasamos de nuevo las carencias en la universidad, en la justicia, que se niegan que se ignoran? ¿Detallamos de nuevo el insoportable desnivel, que existe entre la precariedad de esos servicios y la ostentación de las instituciones autonómicas? 

Con la niña acunada en su hombro, abre la bolsa y descubre en su interior una cuartilla doblada, la nota manuscrita de una mujer: «Cuidenla. No me juzguen. Es lo más duro que he hecho en mi vida».

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11 mayo 2012

Desconexión


En medio del ruido político, la página marcada de un libro viene a resolver el hastío. «Hay bastante metafísica en no pensar en nada». Sí, quizá sea esa la solución, la respuesta adecuada a este ambiente viciado que vuelve a reproducirse en Andalucía como único discurso político. No pensar en nada, desconectarse de la realidad política rampante, vulgar y previsible, que se ha vuelto a imponer aquí, la confrontación política ajena a todo y a todos. Desconectarse de la inercia de debatir naderías y bobadas, aislarse de la inutilidad de analizar discursos hueros, huir de la pompa ridícula de los mediocres, de la estulticia de los bien pagados, de la grosería insultona de los agitadores. Desconectarse, espantar de la mente cualquier intento de reflexión sobre este camino político que ha vuelto a imponerse en Andalucía y que hace pasar por problemas los intereses electorales de una minoría instalada en el poder desde hace tres décadas y que sustituye la ideología por el sectarismo, por la bandería, y que suplanta los problemas reales con un puñado de consignas y crispación.

Desconexión, sí. Porque en lo que no solemos reparar nunca es que para que esa política de ceguera y bronca se haya impuesto en Andalucía ha necesitado de la colaboración de muchos agentes que intervienen desde fuera, desde los medios de comunicación, que la propagan, hasta de decenas de asociaciones profesionales que se prestan de correa de transmisión de los intereses de esa política. La participación de esos agentes, claro, no es tan inocente como aquí se expone, es evidente, porque en su inmensa mayoría también ellos, medios de comunicación y asociaciones, dependen para su supervivencia del papel que desarrollan en la agitación de las consignas. Pero salvado eso, al margen quedan muchas asociaciones, muchos medios de comunicación, muchos profesionales y una gran parte de la sociedad hastiada del círculo vicioso al que nos conducen siempre. Es ahí donde nos encontramos, es esa estrategia de fango la que devalúa las instituciones, las deprecia, y la que conlleva el rechazo por la actividad política. Y ni siquiera admitirán esa grave responsabilidad cuando también aquí, en unas elecciones, los movimientos extremistas, repugnantes filonazis o zumbados de extrema izquierda, irrumpan en esas instituciones.

Confrontación, dicen ahora, otra vez, al unísono, los miembros del nuevo Gobierno andaluz, los sindicatos que los acompañan, las asociaciones que se desparraman por todos los sectores profesionales y los voceros que agigantan sus proclamas. Otra vez el Estatuto, otra vez los agravios de Madrid, otra vez las ofensas inventadas a los andaluces... Hay que alejarse de todo eso, despreciarlo, no participar ni siquiera con la crítica. «No sé. Para mí pensar en eso es cerrar los ojos y no pensar. Es correr las cortinas de mi ventana (que no tiene cortinas)». Se lo dijo Alberto Caeiro a Fernando Pessoa. Y la luz de ese poema vino a resolver el hastío.

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10 mayo 2012

Corrupción de crisis


La corrupción nunca entra en crisis, pero sí existe una corrupción de la crisis. El corrupto es un ser que se amolda a los tiempos porque su carácter, el carácter de un aprovechado, es, sobre todas las cosas, moldeable, adaptable, chaquetero. Y ahora que corren tiempos de canina, la corrupción, los corruptos que van saliendo en los periódicos a diario, también han cambiado de faz. Si faltaba algún factor que redondeara este tiempo de crisis histórico, quizá sea éste del cambio de modelo de la corrupción. Han entrado en crisis los mercados financieros arrastrados por la crisis primigenia de la construcción. Y luego, en cadena, han ido cayendo todos los demás, se ha desmoronado a nuestro alrededor todos aquellos valores estables que conocíamos, desde la taberna de la esquina o la tienda de ropa del barrio hasta las instituciones y los Estados. Todo se ha devaluado, se ha tambalea sin que nadie sepa en qué acabará, y sólo nos quedaba, quizá, comprobar que también la corrupción ha cambiado de grado. La corrupción de ahora es más cutre, más bajuna, y ese detalle miserable redondea la crisis.

Si nos fijamos, los grandes pelotazos ya han dejado de aparecer en las crónicas de actualidad porque de los manantiales de los que se alimentaban, el despilfarro de las instituciones y el desarrollo urbanístico, ya no brota ni un solo céntimo. Los pelotazos de ahora son invisibles a nuestros ojos, se dan en los mercados financieros, y no pertenecen al género de la corrupción tal como la conocemos. La corrupción de la crisis propiamente dicha la conforma esta serie de noticias que están surgiendo ahora. El Ayuntamiento de la provincia de Jaén en el que han desaparecido 347.000 litros de gasóleo destinados a un generador de agua que nunca llegó a utilizarlos, el concejal que se ha largado de crucero por el Caribe y, desde hace cinco meses, sólo envía al ayuntamiento facturas de su teléfono móvil, el Consorcio de Bomberos de Córdoba que compró por más de 50.000 euros 2.300 litros de espuma contra incendios de los que solo se recibieron 480 litros y de mala calidad, el alto magistrado que se ha pegado la vida padre en Marbella a costa de la institución, los políticos que se niegan a dimitir de una caja de ahorro porque “no les da la gana”… Esa corrupción de baja estofa, de caraduras y sinvergüenzas, es la propia de la crisis; es la que se corresponde con estos tiempos.

En el origen de todo, alguna vez se ha citado aquí aquel caso de corrupción de los albores de la democracia en los que cuatro tipos se repartían el botín de una comisión ilegal en el Campo de Gibraltar. En el coche de vuelta, abrieron el maletín y allí se les grabó la conversación que mantenían: “Hemos trincado dos millones, ¿entre cuatro a cuánto cabemos?”. La corrupción política ha vuelto a esos tiempos de bajuna y cutrerío. Pensándolo bien, ya con el escándalo de los ERE se debió apuntar el cambio de tendencia hacia esta corrupción de bajo nivel, los amigos que se apuntan a las prejubilaciones de empresas en las que nunca trabajaron, las juergas de putas y cocaína con el dinero de los parados, las subvenciones a los familiares, a los amigos, a los fieles. Antes se pegaban pelotazos inmobiliarios, ahora roban gasolina de los almacenes municipales y se falsea una paga para la suegra del alto cargo. Dos millones, entre cuatro, ¿a cuánto cabemos?

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09 mayo 2012

Tontos oficiales


Cuando mi compañero Paco Robles revolucionó el mundo de las cofradías de la Semana Santa de Sevilla con su libro ‘Tontos de Capirote’, para muchos de nosotros, ajenos a ese mundo, lo más inexplicable de todo fue que ese universo, tan celoso de sí mismo, tan meticuloso con las costumbres, tan reacio a las críticas, tan sensible a la menor irreverencia, hubiera aceptado de mil amores aquel retrato mordaz de la sociedad capillita. Pecado de ignorancia, claro, porque si hay algo que puede entenderse de un pueblo como el andaluz, con tres milenios de historia a sus espaldas, es la capacidad de reírse de sí mismo, de trivializarlo todo y de desnudar de pompa la mayor oficialidad con una sonora carcajada. En periodismo, ese estilo ácido, el retrato descarado del poder y de la propia sociedad, supone, antes que un atrevimiento, una línea de crítica que deberíamos fomentar más. Que para lisonjas y adulaciones, ya están los del ejército oficial.

-- ¿Yo adular? ¿Adular es decir la verdad?
-- Cuando la verdad no es amarga, es una adulación manifiesta; corríjase usted ese defecto, y nada de alabar, aunque sea una cosa buena, que ese no es el camino del bolsillo del público. El público de las Batuecas no está ahora para versos. Prosa, prosa mordaz y nada más.

Los tiempos que corren son como aquellos que retrataba Larra en sus artículos de costumbres: tampoco ahora está el personal para muchos versos; con tanta crisis y tantas malas noticias repetidas, con esta angustia de cada día, nos hace falta el respiro de una prosa mordaz, que cruja. A parte de las razones anteriores, el desparpajo como válvula de escape de la tensión social, la prosa mordaz se justifica porque en un paisaje como el actual de tiesura algunos personajes públicos, que ya parecían ridículos antes, adquieren ahora una notoriedad especial. Es como si la estrechez proyectara sobre ellos un foco de atención y se les viera, en su boato, más ridículos de lo que ya parecen normalmente. Ahí es donde entraría una nueva catalogación de tontos oficiales. El tonto del coche oficial, el tonto de la pegatina, el tonto de los abojofirmantes, el tonto del nudo de corbata, el tonto facha, el tonto de los mítines, el tonto de género… Y sobre todos los tontos, el último tonto de la temporada, el tonto del imperativo legal. Aquí debe imponerse un punto y aparte.

El tonto del imperativo legal es una modalidad que se ha extendido en Andalucía con el gobierno de coalición del PSOE e Izquierda Unida. El tonto del imperativo legal se ha refugiado en esa fórmula de promesa cuando ocupa un cargo público y enjugar así sus contradicciones. Que sea la fórmula utilizada desde antiguo por los batasunos del País Vasco no es más que un precedente cafre, ya que en realidad la cosa no llega a mayores que la mera pose. El tonto del imperativo legal lo único que persigue es la notoriedad ante los suyos y promete el cargo con esa coletilla como si estuvieran aceptando un sacrificio. La dura tarea de una corte de asesores, un cargo público bien remunerado, un despacho con sus moquetas y sus banderas, un coche oficial y un relumbrón de flashes de fotógrafos. Todo eso, que los hace partícipes de aquello que condenan en los discursos, lo aceptan por imperativo legal. Podrían renunciar a muchos privilegios, pero no lo hacen. Lo dicen, se guardan una sonrisa burlona, y se marchan tan panchos a su nueva vida. El tonto del imperativo legal, una verdad amarga.

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02 mayo 2012

Los rehenes


Iba detrás de él en la cola del banco. La distancia suficiente para reparar en las manos castigadas, encallecidas, nerviosas, apretando un puñado de documentos, enrollados como un pergamino. Debía ser el final de la conversación porque aquel hombre ya se había apartado de la mesa del bancario, se recostó en la silla; acaso aguardaba alguna explicación última, algo distinto a la misma respuesta con la que se había tropezado cien veces ya; la misma negativa de manual que le cerraba todas las puertas. «Lo sentimos mucho, pero hemos analizado su propuesta, y aún reduciendo de forma sustancial los márgenes establecidos en el protocolo de requisitos básicos que le notificamos, el Banco no puede concederle el préstamo que solicita para su negocio porque se excede con mucho el diferencial de riesgo permisible y no existen sólidas garantías para avalar la operación». Yo iba detrás en la cola del banco, la distancia suficiente para reconocer el nudo que se le hacía a aquel hombre en la garganta, la nuez que subía y bajaba en el cuello canijo, la piel arrugada de los cincuenta y cinco años. Con la enésima negativa de manual del operario del Banco, agarró con fuerza los brazos de la silla y se levantó.

¿Cuál sería aquel proyecto de inversión que acababa de naufragar? ¿Qué gran financiación habría requerido? ¡Una churrería! Aquel tipo que abandonaba el Banco, dándose golpecitos en la pierna con los documentos enrollados en pergamino, lo único que pedía era unos miles de euros para abrir una churrería. «Yo entiendo la desesperación –aclara el bancario–, pero ni en este Banco ni en ningún otro se concede un crédito a no ser que se demuestre que no se necesita, que quien lo pide no le hace falta. Ésa es la única realidad». Es preciso detenerse en la frase para encontrar en esa especie de oxímoron bancario la disparatada inercia a la que nos ha llevado la crisis: sólo se conceden créditos a quien no los necesita. Puede entenderse, en fin, que el sistema financiero intente evitar que una espiral mayor de impagos pueda acabar en la quiebra de un banco o de una caja de ahorros; que nadie en Europa quiera afrontar la peor estampa de una crisis, una turba que apedrea los cristales de un banco porque se han evaporado de golpe los ahorros de miles de ciudadanos. Pero, admitiendo esa precaución principal, la evidencia que transmite cada día la calle es que un sistema debe velar por igual por las entidades financieras, para que no naufraguen, pero también por las clases medias y bajas, brutalmente golpeadas por el desempleo de esta crisis. ¿Cómo entender que las decenas de miles de millones que se inyectan en el sistema financiero español, a través de ayudas directas y de préstamos a bajo interés del Banco Central Europeo, se queden ahí, que no calen más abajo, que no lleguen a las pequeñas y medianas empresas que necesitan financiación para mejorar su producción o para el desempleado que busca en el autoempleo una salida a la desesperación de la cola del Inem? Si a las entidades financieras españolas se les aplicara la lógica que ellas mismas aplican a quien solicita un crédito en la actualidad –‘no se conceden créditos a no ser que se demuestre que no se necesita’– las subastas periódicas del Banco Central Europeo quedarían desiertas; el ‘bufé libre’ –como se ha definido– de miles de millones de euros a bajo interés al que acuden decididos los bancos españoles, tendría que buscar otra clientela.

Iba detrás de él en la cola del banco. La distancia precisa para reconocer en ese tipo a muchos más, miles o millones: los rehenes  inocentes de una crisis en la que han quedado atrapados, con todas las puertas cerradas.

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