El Blog de Javier Caraballo

Javier Caraballo es periodista de EL MUNDO. Es redactor Jefe de Andalucía y autor, de lunes a viernes, de una columna de opinión, el Matacán, sobre la actualidad política y social. También participa en las tertulias nacionales de Onda Cero, "Herrera en la Onda" y "La Brújula".

26 diciembre 2011

El profesional



Imaginemos la escena. Palacio de Oriente, 14 de abril de 1931. Los cristales de los ventanales enormes del palacio retumban con el vocerío, el estruendo, que llega de la calle. En uno de los salones, un rey abatido, Alfonso XIII, va repasando los baúles que le han preparado para el exilio y camina, arriba y abajo, para que las zancadas distraigan su desconcierto, el sudor que entra cuando se intenta comprender que sí, que todo se acabó, que la monarquía de España, tantos siglos, tanta historia, se derrumba en ese mismo instante. Y que es él, nadie más que él, quien le va a poner el punto y final. Y que así va a pasar a la historia, como el final. Es en ese momento cuando un consejero se acerca al oído del rey pensativo. Cincuenta personas le esperaban en uno de los salones para despedirse de él. Aquello reconfortó al rey: Cincuenta leales que habían tenido el valor de acercarse al palacio para despedirle, sin importales el alboroto ni las algaradas. Alfonso XIII se dio prisa y cuando llegó al salón encontró, en efecto, a cincuenta personas, mujeres, hombres y niños, que le esperaban con lágrimas en los ojos. Pero no eran los amigos del rey, nadie que hubiera asistido a sus fiestas y a sus recepciones, nadie que le hubiera regalado los oídos hasta dos días antes de caer la monarquía. No, nadie en España acudió aquel día a despedirlo, a acompañarlo en el exilio, porque aquellas cincuenta personas que le aguardaban sollozando eran empleados de la Casa del Rey, cocineros, camareros, chóferes, limpiadoras... «No veo aquí a ninguno de mis grandes...», murmuró Alfonso XIII cabizbajo.

El episodio lo contó José Luis de Vilallonga en su libro del Rey Juan Carlos para remarcar la extrema dificultad que entraña tener que pronunciarse sobre el sentimiento monárquico de los españoles. ¿Quién se atrevería a decir que los españoles son monárquicos por encima de cualquier otra cosa? Por mucho que la Corona esté tan arraigada en la historia de España como lo puede estar la inglesa, parece evidente que no debe haber aquí nadie dispuesto a mover un dedo por defender la monarquía como institución en el momento en el que las cosas se pudieran torcer. Eso no quiere decir, claro, que el personal dude en este momento de la monarquía española o que rechace a la Casa Real; en absoluto, lo que viene a significar es que la enorme adhesión a la Monarquía que existe desde la muerte del dictador lo es, sobre todo, a la figura del Rey. La adhesión no es en abstracto, al ente, a la historia, sino a la persona, a don Juan Carlos I. Y Su Majestad debió entenderlo tan pronto que desde hace treinta años no pierde ni una sola ocasión, de ninguna naturaleza, para meterse en el bolsillo a los españoles. Ya sea con un discurso oficial, ya sea con un chascarrillo en una recepción o ya sea con un exabrupto, como aquel «por qué no te callas».

Lo que ha ocurrido con Urdangarín es la última demostración de que Don Juan Carlos (y el príncipe) es muy consciente del carácter aleatorio del sentimiento monárquico en España. De ahí, la actuación contundente contra quien se ha visto salpicado por la corrupción. Ya quisiéramos todos que los partidos políticos actuaran alguna vez de la misma forma, con la mitad de la celeridad con la que ha actuado el Rey en este escándalo. Desde Camps a la familia Chaves, hay ejemplos suficientes. Como dijo él mismo de la reina, Don Juan Carlos nos ha vuelto a dejar claro lo que es por encima de todo: un profesional. Un profesional que no quiere que, pasado el juancarlismo, a su hijo lo despidan con sollozos los sirvientes como le pasó a Alfonso XIII.

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