El Blog de Javier Caraballo

Javier Caraballo es periodista de EL MUNDO. Es redactor Jefe de Andalucía y autor, de lunes a viernes, de una columna de opinión, el Matacán, sobre la actualidad política y social. También participa en las tertulias nacionales de Onda Cero, "Herrera en la Onda" y "La Brújula".

28 diciembre 2011

Inocente


Aquel Ficus impertinente de Carmen Rico Godoy que le hablaba a los presidentes en los pasillos de La Moncloa, quizá no fuera sino el mismo espíritu del remordimiento. Pongamos que cuando una persona asciende hasta la cúpula del poder, la naturaleza humana fomenta su mala conciencia para que le sirva de contrapeso; y así, el resquemor le zumba en el cerebro como una mosca pesada para equilibrar el entorno meloso de lisonjas y parabienes que le dispone la corte permanente de asesores, aprovechados y pelotas. Pengamos que es así, que tendría que ser así, como el ficus de Rico Godoy que se hizo famoso en la Transición y que, aunque todos pensemos que se quedó en las hemerotecas, la verdad es que ha seguido vivo en todos los palacios presidenciales. Esta mañana, por ejemplo, el espíritu del Ficus se le ha debido de presentar a Griñán por los pasillos de San Telmo. Lo vio caminar decidido, con un paso jovial, y el Ficus lo comprendió de inmediato: ‘Nada, que el pobre se ha despertado, ha mirado el calendario, 28 de diciembre, y se ha puesto a pensar que todo es fruto de una inocentada: que no es verdad que haya perdido dos elecciones seguidas, que no es cierto que se haya peleado con su amigo Chaves, que no es verdad que en el PSOE estén pendientes del Congreso y nadie le preste atención, que no es cierto que el escándalo de los EREs siga creciendo, que no es cierto que la Junta esté sin un céntimo, que no es cierto…’ El Ficus lo comprendió nada más verlo; por eso Griñán caminaba alegre por los pasillos de palacio.

En cierta forma, una alucinación así de Griñán sería incluso disculpable porque una acumulación tan prolongada de malas noticias tampoco es habitual. Y este hombre, desde que llegó a la presidencia de la Junta de Andalucía, no ha tenido ni un respiro de fortuna. Que se conciten en el mismo punto del tiempo la peor crisis económica que se recuerda, la coyuntura electoral más desfavorable, los peores escándalos de corrupción, el malestar generalizado de funcionarios, obreros y pensionistas, y la crisis más grave de toda la democracia del partido que lo cobija; que todo eso confluya en una misma época, es como para pensárselo dos veces. Con esa inercia, ¿puede esperar Griñán que dentro de tres meses, cuando se celebren las elecciones andaluzas, se cambiará la inercia y al fin podrá disfrutar de una noche de fortuna? Es probable que ocurra, claro, porque la política tiene ese carácter aleatorio, voluble, pero si Griñán logra sortear en marzo esta conjunción de adversidades en su partido van a tener que colocarlo en un altar destacado, como esos de Santiago Matamoros.

Los parados, la quiebra del sistema financiero, la sequía de las arcas públicas, los autos judiciales adversos, las protestas enconadas de los funcionarios, la caída en picado en las elecciones, el desencanto de los militantes, el cabrero sordo de los trabajadores, el derrumbe del partido, las peleas internas… Todo lo imaginable y todo al mismo tiempo. Sí, sería hasta lógico que hoy Griñán, por un momento fuera feliz y soñara que todo ha sido una broma de mal gusto, una inocentada. Aunque al rato tuviera que entender, al mirarse al espejo, que en realidad es a él a quien se le ha puesto en estos dos años cara de monigote. Así, como en las viñetas de Idígoras y Pachi, con ojeras demacradas y ojos de tristón, una caricatura lista para recortar y utilizarla en un día como hoy.

Imagen: caricaturasdejuanito.blogspot.com

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26 diciembre 2011

Elogio de la grisura



Para deificarse entre los suyos, el presidente de Corea del Norte que acaba de palmarla, Kim Jong-il, hizo circular la leyenda de que su perfección era tan extrema que ni orinaba ni defecaba. No le bastaba con la adoración ni con el terror que había impuesto, no era suficiente con las esculturas enormes en las plazas de todas las ciudades, no bastaba con los bustos de bronce repartidos por todos los rincones, con los murales extendidos en la pared de los edificios ni con la obligatoriedad de que todos los coreanos llevaran un pin en la solapa con su efigie. No era suficiente con inventar su nacimiento en una montaña mítica, como si lo hubiera parido un águila de dos cabezas o una loba sagrada; no, aquel gordo rechoncho que ahora se ha muerto de un infarto quería presumir de que ni siquiera tenía las servidumbres de la naturaleza humana, ni orinar ni defecar. Ninguna religión ha llegado jamás tan lejos con los suyos, con sus santos, con sus mártires, con lo que se confirma otra vez que cuando la ideología ha querido combatir a la religión, lo único que pretendía era sustituirla. Es decir, que cuando un dirigente comunista repite que «la religión es el opio del pueblo» es que pretende simplemente cambiar de distribuidor, hacerse cargo del negocio de las almas. Sustituir a Dios por estos dictadores de mofletes de pan de oro. El pueblo coreano se muere de hambre, se alimenta de yerba, mientras unos sátrapas consagran el cinismo más cruel que ha conocido la política, una 'dinastía comunista'.

La lectura estos días de las noticias que venían de Corea del Norte provocaba escalofríos. Y no por la pose insoportable de aquellos que siguen defendiendo las dictaduras comunistas desde la comodidad de occidente, no. El repelús se produce cuando uno repara en la coexistencia de dos realidades tan distintas; el mundo nunca ha sido homogéneo, es verdad, pero quizá ha sido en esta última fase de la historia cuando las diferencias se han agrandado más. ¿Cuántos siglos de distancia pueden existir entre el relevo de estos días en España del Gobierno de la nación y la sucesión en el trono rojo del dictador coreano por su hijo, también mofletudo? No, no es posible el cálculo y la comparación a lo único que nos lleva es a reafirmarnos en lo nuestro y censurar sin tapujos a los impostores que defiendan la esclavitud de un pueblo en nombre de una ideología. Defensa de esta normalidad que disfrutamos, defensa incluso de esta apatía formal, sin alharacas ni concesiones, con la que se acaba se inaugurar en España una nueva era política, que ya se llama 'la era de Rajoy'. Ya no habrá más debates con sorpresas, nunca más un presidente que guarda un conejo en la chistera porque no hay ni mago, ni conejos, ni chistera, sino un pueblo acojonado por la crisis y dispuesto a aplaudir lo que le recorten.

Repitamos la pregunta: ¿Cuántos siglos de diferencia hay entre Rajoy y cualquiera de la dinastía comunista de Corea del Norte? No es posible el cálculo, no, porque no se trata de tiempo, sino de mucho más. La distancia que nos separa de aquel dictador empalagoso es la libertad, la educación, la democracia, la justicia, la igualdad. La civilización y el progreso. Aquello que debemos conservar. Por eso, este elogio incluso de la grisura.

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El profesional



Imaginemos la escena. Palacio de Oriente, 14 de abril de 1931. Los cristales de los ventanales enormes del palacio retumban con el vocerío, el estruendo, que llega de la calle. En uno de los salones, un rey abatido, Alfonso XIII, va repasando los baúles que le han preparado para el exilio y camina, arriba y abajo, para que las zancadas distraigan su desconcierto, el sudor que entra cuando se intenta comprender que sí, que todo se acabó, que la monarquía de España, tantos siglos, tanta historia, se derrumba en ese mismo instante. Y que es él, nadie más que él, quien le va a poner el punto y final. Y que así va a pasar a la historia, como el final. Es en ese momento cuando un consejero se acerca al oído del rey pensativo. Cincuenta personas le esperaban en uno de los salones para despedirse de él. Aquello reconfortó al rey: Cincuenta leales que habían tenido el valor de acercarse al palacio para despedirle, sin importales el alboroto ni las algaradas. Alfonso XIII se dio prisa y cuando llegó al salón encontró, en efecto, a cincuenta personas, mujeres, hombres y niños, que le esperaban con lágrimas en los ojos. Pero no eran los amigos del rey, nadie que hubiera asistido a sus fiestas y a sus recepciones, nadie que le hubiera regalado los oídos hasta dos días antes de caer la monarquía. No, nadie en España acudió aquel día a despedirlo, a acompañarlo en el exilio, porque aquellas cincuenta personas que le aguardaban sollozando eran empleados de la Casa del Rey, cocineros, camareros, chóferes, limpiadoras... «No veo aquí a ninguno de mis grandes...», murmuró Alfonso XIII cabizbajo.

El episodio lo contó José Luis de Vilallonga en su libro del Rey Juan Carlos para remarcar la extrema dificultad que entraña tener que pronunciarse sobre el sentimiento monárquico de los españoles. ¿Quién se atrevería a decir que los españoles son monárquicos por encima de cualquier otra cosa? Por mucho que la Corona esté tan arraigada en la historia de España como lo puede estar la inglesa, parece evidente que no debe haber aquí nadie dispuesto a mover un dedo por defender la monarquía como institución en el momento en el que las cosas se pudieran torcer. Eso no quiere decir, claro, que el personal dude en este momento de la monarquía española o que rechace a la Casa Real; en absoluto, lo que viene a significar es que la enorme adhesión a la Monarquía que existe desde la muerte del dictador lo es, sobre todo, a la figura del Rey. La adhesión no es en abstracto, al ente, a la historia, sino a la persona, a don Juan Carlos I. Y Su Majestad debió entenderlo tan pronto que desde hace treinta años no pierde ni una sola ocasión, de ninguna naturaleza, para meterse en el bolsillo a los españoles. Ya sea con un discurso oficial, ya sea con un chascarrillo en una recepción o ya sea con un exabrupto, como aquel «por qué no te callas».

Lo que ha ocurrido con Urdangarín es la última demostración de que Don Juan Carlos (y el príncipe) es muy consciente del carácter aleatorio del sentimiento monárquico en España. De ahí, la actuación contundente contra quien se ha visto salpicado por la corrupción. Ya quisiéramos todos que los partidos políticos actuaran alguna vez de la misma forma, con la mitad de la celeridad con la que ha actuado el Rey en este escándalo. Desde Camps a la familia Chaves, hay ejemplos suficientes. Como dijo él mismo de la reina, Don Juan Carlos nos ha vuelto a dejar claro lo que es por encima de todo: un profesional. Un profesional que no quiere que, pasado el juancarlismo, a su hijo lo despidan con sollozos los sirvientes como le pasó a Alfonso XIII.

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13 diciembre 2011

El conde necio



El coraje del necio siempre tiene que nacer de su osadía inconsciente. Se es necio porque se es osado, o al revés, porque el caso es que de esa Babia brotan, sin mesura, sandeces y provocaciones que, para colmo, se acaban ofreciendo como muestras inequívocas de un gran coraje. Lo que le ha ocurrido ahora Cayetano Luis Martínez de Irujo y Fitz-James Stuar, Conde de Salvatierra, es justamente eso, que le habrán hecho creer que sólo él es capaz de cantar las cuarenta, de desvelar aquello que nadie es capaz de denunciar; que ha tenido que venir un follonero catalán a su finca para que todo el mundo se entere de lo que ocurre en Andalucía. Es la osadía del necio, del cínico, utilizada en su beneficio por la insufrible displicencia catalana de superioridad. Y ni unos ni otros saben de qué están hablando, acaso porque tampoco les importa.

Por principios, un conde no pueden dar lecciones de justicia social. Entre otras cosas por su propio bien, para evitarle el patetismo cruel en el que acaba sucumbiendo. Si Cayetano se convirtió ayer en el líder indiscutible de las redes sociales (fue ‘trending topics’ en twitter) no fue por valentía, fue líder porque el personal se tenía que restregar los ojos cuando lo veía allí, en su sofá, con su cara de pijo, su acento de pijo, su casa de pijo, dando lecciones de trabajo, de esfuerzo, de dedicación. «A nadie le regalan nada», decía en su entrevista Cayetano Martínez de Irujo, propietario por herencia de varias decenas de miles de hectáreas, y la inclinación natural era la de propinarle un codazo al que estuviera al lado para que no se pierda el espectáculo del conde metido a filósofo y consejero.

Es tan bobo e inconsciente el discurso del conde, que resulta que, de los casi ocho millones de habitantes que pululan por Andalucía, quizá no se puedan contar con los dedos de una mano los que tienen más motivos para callarse que Cayetano Martínez de Irujo. Un solo dato: con la crisis, desde Bruselas se ha comenzado a deslizar que en el futuro tendrán que limitarse las ayudas agrarias que se aprueban cada año. El objetivo expresado es que se establezca un tope y que ningún propietario pueda cobrar ni un céntimo por encima de esa cantidad. La cifra que se quiere establecer de tope son trescientos mil euros. ¿Y saben qué? Pues que esa cantidad, trescientos mil euros, es la décima parte de lo que recibe la Casa de Alba anualmente de ayudas de la Unión Europea. ¿Cómo puede el conde pontificar sobre la cultura de la subvención cuando la Casa de Alba se arruinaría directamente si se suprimieran esas ayudas?

La Casa de Alba le aporta a Andalucía y a España cultura, historia y patrimonio. Discutirlo o cuestionarlo es un síntoma de idiotez. Pero, que se sepa, de lo que nunca han sido referentes los miembros de la Casa de Alba es de promover, con las infinitas posibilidades que les ha dado la cuna, la cultura emprendedora, la innovación, el desarrollo. La Casa de Alba es una institución respetable, aunque sus moradores se despeñen por la frivolidad. Y la cultura de la subvención es una realidad lacerante que, por desgracia, no sólo afecta en Europa al campo andaluz. Es un debate largo y complejo que no se resuelve con el trazo grueso del PER. Eso es una osadía propia de necios. Tan fácil, tan banal, como retratar a este conde con aquellos versos de Machado que hablaban de un señorito andaluz, «diestro en manejar el caballo y un maestro en refrescar manzanilla».

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12 diciembre 2011

Los amiguitos



«¿Y dónde está la diferencia?», me pregunta un amigo desconcertado, mientras repasa las últimas noticias sobre el procesamiento de Francisco Camps, a partir de hoy, por aquella historia grotesca de los trajes que le regalaba su «amiguito del alma», Álvaro Pérez, ‘el bigotes’. «¿Por qué Francisco Camps se va a sentar hoy en el banquillo por cuatro trajes y, sin embargo, sobre Manuel Chaves no existe ni siquiera una investigación judicial a pesar de que era su propio hijo quien firmaba contratos como ‘comisionista’?».

Nada tienen que ver, desde luego, los dos escándalos, intento aclararle, y, en todo caso, cuando se plantean algunos paralelismos como éste de Chaves y Camps, lo mejor es analizar cada uno de ellos; que esa mezcla, esa confusión, es la que se busca siempre para exculpar las responsabilidades de uno con los abusos del otro. En cualquier caso, es verdad que la pregunta merece la pena. Porque, por extraño que parezca, la diferencia estriba en que la legislación española, el Código Penal, es mucho más contundente frente a un político que recibe regalos que ante el familiar de un alto cargo que vende favores. Dicho de otra forma, es mucho más complejo probar el tráfico de influencias que podría haber cometido el hijo comisionista de Manuel Chaves que demostrar el cohecho impropio en el que pudo incurrir Camps cuando recibió los regalos del ‘bigotes’. Para probar el cohecho impropio sólo hace falta la constancia de la dádiva, porque el propio Código Penal especifica que no es necesario, siquiera, que el funcionario agasajado conceda a cambio ningún favor: el sólo hecho de recibir el regalo, ya está penalizado. Como recordó luego el Tribunal Supremo, para el cohecho impropio basta con la aceptación de un regalo «en consideración a la función o cargo desempeñado». Y está claro que si Camps recibía los regalos era, exclusivamente, por la relevancia de su cargo. Es decir, exactamente igual que ocurre en el caso de Iván Chaves, con la diferencia esencial de que la regulación del tráfico de influencias es mucho más exigente: se precisa demostrar que una persona (alto cargo, funcionario o particular) ejerce una influencia decisiva sobre otro funcionario o autoridad y que el resultado de todo ello es un beneficio económico. Tan complejo es demostrarlo que, por esa razón, en España apenas hay condenados por tráfico de influencias.

Al final, por tanto, la única comparación posible es que El ‘Bigotes’ e Iván Chaves ejercían de ‘amiguitos’. Y en una democracia, ese rasero de ética debería ser suficiente, con independencia de lo que diga el Código Penal.

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11 diciembre 2011

Lealtad



Nada se construye sin la lealtad porque, en las relaciones de los seres humanos, la lealtad es la argamasa que nos une; tan iguales, tan distintos, tan unidos, tan separados. La lealtad que se transparenta en la mirada del otro, cuando los ojos transmiten la serenidad de saber que estamos delante de alguien en quien podemos confiar. La lealtad, aunque sólo sea por un principio elemental de supervivencia, un instinto animal, de ahuyentarnos de los depredadores que se acercan con sigilo a tu entorno. La lealtad, sí, porque como dijo el sacerdote napolitano Antonio Genovesi, «hasta la supervivencia de una banda de ladrones necesita de la lealtad recíproca». La lealtad de los vecinos, de los amigos, de los amantes, de los compañeros de trabajo, de los familiares, de los hermanos, de los pueblos. La lealtad como fundamento de cualquier empresas colectiva. Esta semana, cuando hemos celebrado el día de la Constitución, muchos han hablado de reformas y de revisiones, pero lo que quizá ha faltado es que alguien dijera que lo que está fallando aquí es la lealtad.

Un pacto de lealtad que nos haga avanzar sin mirar nunca más hacia atrás, como en una fábula griega que nos atrapa en un laberinto de pesadillas que se recrean a cada instante. Un pacto de lealtad que nos devuelva la estabilidad de una nación sin dudas, sin recelos, sin agravios. Tres mil años de historia tiene esta tierra y, después de tantas idas y venidas, conquistas y reconquistas, esplendor y miseria, la deuda pendiente que tiene España consigo misma es la de aceptarse como es, distinta y común, diferente y unida; única. Y ahora que atravesamos esta crisis que nos devuelve al suelo, ahora que caminamos junto al abismo, en esta etapa crítica se abre el momento de pararnos a considerar que no podemos seguir adelante sin la confianza básica de sabernos leales. Diferentes y solidarios; distintos y semejantes, pero iguales en lo fundamental: leales. La historia lo reclama y ésta es la generación que tiene que pasar esa página.

Un pacto de lealtad es lo que reclama la España moderna que en esta década ha vivido el último zarandeo del egoísmo nacionalista con la oleada de reformas de los estatutos de autonomía que, en muchos casos, acabó despeñándose por el absurdo. Porque, a pesar de que todo eso está tan cerca, ya están otra vez los nacionalismos catalán y vasco reclamando una nueva revisión de «la relación con España». Al Partido Popular y al PSOE se le exigen para la nueva etapa que se abre ahora el entendimiento en las reformas que son necesarias para normalizar los mercados financieros y devolver la economía a balances de crecimiento, pero nada de eso será posible si, de forma paralela, en España nadie es capaz de encontrar un modelo de Estado definitivo, estable. Para ello, sólo dos condiciones previas son necesarias. La primera, que hay que perderle el miedo a las palabras, como el estado federal, y a las reivindicaciones, como la autonomía fiscal y financiera para que cada región, cada autonomía, pueda avanzar por sí sola, con menos dependencia centralista. La segunda condición, se engarza a la primera: cualquier modelo que se establezca debe garantizar la solidaridad entre territorios, la unidad de España y la renuncia expresa de los nacionalismos a seguir planteando la amenaza de la desafección. Antes de que, de nuevo, nos arrollen los acontecimientos, desde estas regiones viejas, Castilla o Andalucía, Asturias o Valencia, tendría que surgir la voz. Un pacto de lealtad.

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10 diciembre 2011

Europa nunca



Como nos hemos acostumbrado a caminar al borde del precipicio, quizá ya hemos olvidado quiénes somos, dónde estamos, qué nos amenaza. Mirad a Europa, miraos todos, antes de que comience a caminar el desaliento, antes de que los discursos populistas, autárquicos, corran por las aceras y se ahuequen en los micrófonos; antes de que nos quieran bendecir con el terruño y agiten el agravio de las imposiciones extranjeras. Antes, detened la mirada en el pasado para aprender de los errores y comprended entonces que no hay futuro si Europa desiste de ser Europa. Nada hay en el horizonte si Europa no se reivindica a sí misma, si no entiende que tiene que conquistar de nuevo la historia, si no se despereza, si no se busca, si no se alza sobre la nostalgia de su pasado.

Esta tierra, que es el continente más viejo, el más pequeño, el más fraccionado, la cuna de la civilización y del mayor progreso que ha sabido alcanzar el ser humano; pues esta tierra es probable haya acabado traicionándose a sí misma por la propia profundidad de su historia. Quizá han sido las raíces históricas las que han maniatado, las que han impedido reinventarse para construir un proyecto nuevo. Son las conquistas del pasado, las glorias del pasado, las que dificultan luego el acercamiento, las que han fomentado las disputas y han socavado las alianzas. Y generación tras generación, esos vicios históricos han ido conformando una sociedad lastrada por las mayores lepras del presente, el relativismo, el conformismo, el desinterés... El egoísmo histórico de los europeos que se ha expresado en momentos cruciales de su historia, como ante la amenaza nazi en la Segunda Guerra mundial. Aquello que dijo el presidente Roosevelt sobre los europeos, incapaces de sacrificarse ni por ellos mismos, ni por su propio bienestar. O la pendiente suicida por la que lleva meses despeñándose el corazón de Europa, Bélgica, el espejo roto en el que podemos mirarnos todos porque es allí donde el desinterés ciudadano, la ceguera nacionalista y la inoperancia política son capaces de aliarse hasta la destrucción del mismo Estado.

Europa nunca se ha visto a sí misma como un continente, como una unión. Aquellos que más historia tienen en común, aquellos que más méritos reúnen, que más orgullo pueden blandir, son quienes tienen más dificultades para entender que los nuevos tiempos ya sólo pueden afrontarse con unión. Esa es la paradoja que, como ocurre estos días en una nueva cumbre europea, se extiende ante nosotros como una sombra.

Somos brotes verdes de razas viejas, como cantó el poeta: «Anoche, brotes verdes de raza vieja, he visto,/ dentro de mí, la mano de plata del invierno./ Iba el álamo mágico desnudando su copa,/ hoja a hoja de fuego». Después de tanto tiempo, nos hemos acostumbrado a dormir en el alambre y acaso hemos olvidado el vértigo y el precipicio.

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08 diciembre 2011

Lealtad



Nada se construye sin la lealtad porque, en las relaciones de los seres humanos, la lealtad es la argamasa que nos une; tan iguales, tan distintos, tan unidos, tan separados. La lealtad que se transparenta en la mirada del otro, cuando los ojos transmiten la serenidad de saber que estamos delante de alguien en quien podemos confiar. La lealtad, aunque sólo sea por un principio elemental de supervivencia, un instinto animal, de ahuyentarnos de los depredadores que se acercan con sigilo a tu entorno. La lealtad, sí, porque como dijo el sacerdote napolitano Antonio Genovesi, «hasta la supervivencia de una banda de ladrones necesita de la lealtad recíproca». La lealtad de los vecinos, de los amigos, de los amantes, de los compañeros de trabajo, de los familiares, de los hermanos, de los pueblos. La lealtad como fundamento de cualquier empresas colectiva. Ayer, que era el día de la Constitución, muchos hablaron de reformas y de revisiones, pero lo que quizá faltó decir es que los que lo que está fallando aquí es la lealtad.

Un pacto de lealtad que nos haga avanzar sin mirar nunca más hacia atrás, como en una fábula griega que nos atrapa en un laberinto de pesadillas que se recrean a cada instante. Un pacto de lealtad que nos devuelva la estabilidad de una nación sin dudas, sin recelos, sin agravios. Tres mil años de historia tiene esta tierra y, después de tantas idas y venidas, conquistas y reconquistas, esplendor y miseria, la deuda pendiente que tiene España consigo misma es la de aceptarse como es, distinta y común, diferente y unida; única. Y ahora que atravesamos esta crisis que nos devuelve al suelo, ahora que caminamos junto al abismo, en esta etapa crítica se abre el momento de pararnos a considerar que no podemos seguir adelante sin la confianza básica de sabernos leales. Diferentes y solidarios; distintos y semejantes, pero iguales en lo fundamental: leales. La historia lo reclama y ésta es la generación que tiene que pasar esa página.

Un pacto de lealtad es lo que reclama la España moderna que en esta década ha vivido el último zarandeo del egoísmo nacionalista con la oleada de reformas de los estatutos de autonomía que, en muchos casos, acabó despeñándose por el absurdo. Porque, a pesar de que todo eso está tan cerca, ya están otra vez los nacionalismos catalán y vasco reclamando una nueva revisión de «la relación con España». Al Partido Popular y al PSOE se le exigen para la nueva etapa que se abre ahora el entendimiento en las reformas que son necesarias para normalizar los mercados financieros y devolver la economía a balances de crecimiento, pero nada de eso será posible si, de forma paralela, en España nadie es capaz de encontrar un modelo de Estado definitivo, estable. Para ello, sólo dos condiciones previas son necesarias. La primera, que hay que perderle el miedo a las palabras, como el estado federal, y a las reivindicaciones, como la autonomía fiscal y financiera para que cada región, cada autonomía, pueda avanzar por sí sola, con menos dependencia centralista. La segunda condición, se engarza a la primera: cualquier modelo que se establezca debe garantizar la solidaridad entre territorios, la unidad de España y la renuncia expresa de los nacionalismos a seguir planteando la amenaza de la desafección. Antes de que, de nuevo, nos arrollen los acontecimientos, desde estas regiones viejas, Castilla o Andalucía, tendría que surgir la voz. Un pacto de lealtad.

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07 diciembre 2011

Nos engañan



Nos engañan. Esa es la sospecha primera, quizá el desencadenante fundamental de esta crisis que arrasa el mundo. Nadie le dice la verdad a nadie y llega un momento en el que, como ocurre siempre en la vida, el pus acumulado de la falsedad erupciona como un volcán disperso, común; erupciona en las sedes de los bancos, en las empresas, en las casas, en los gobiernos, en los estados, en las instituciones, en los mercados, en las empresas... Demasiados años en los que nadie decía la verdad y ahora el estallido de la crisis se asemeja a esas bombas de racimo por su terrorífico poder devastador entre la población civil.

Nos engañan, y tiene que ser porque la verdad todavía se oculta por lo que la ministra italiana de Bienestar, Elsa Fornero, rompió a llorar el otro día cuando anunciaba los recortes que se van a imponer allí para no seguir cayendo en el vacío. Estaría bien creer que ahí, en esas lágrimas, está el corazón de la crisis, que la estadística implacable de los parados y los arruinados tiene sentimientos, pero sabemos que no es así, que nadie puede creerse que a una mujer como ella, una prestigiosa profesional que ha entrado en el Gobierno hace menos de un mes con la única misión de aplicar un duro programa de ajuste, se le salten las lágrimas y se le haga un nudo en la garganta al pronunciar la palabra «sacrificio». Elsa Fornero llegó al ministerio con un sólo programa de gobierno, aplicar recortes al Bienestar, y si ahora sale llorando no debe ser por ampliar la edad de jubilación ni por subir los impuestos; si llora debe ser porque la quiebra del estado italiano que ha descubierto al entrar en el Gobierno será mucho mayor de la que esperaba, de la que aún hoy se admite e, incluso, mucho mayor de la que puede contarse sin que cunda el pánico.

Nos engañan, y la mentira de las lágrimas de Italia es la misma mentira con la que aquí se anuncia alegremente que las cuentas públicas de las autonomías están saneadas, que la deuda se ha controlado y que se ha logrado contener el déficit. Hace unos días, el Gobierno andaluz decretó cerrar el año un mes antes, a treinta de noviembre. Se 'cierra el grifo' del gasto corriente y un mes completo se esfuma de la contabilidad de 2011, quizá para camuflar el déficit real con el que se acabará el año. Cuando comience 2012, nacerá ya con la carga añadida del mes de pagos que se le ha hurtado a este año. Ingeniería financiera que se adopta en Andalucía, lo mismo que en Galicia, Cataluña o Castilla y León para que todos podamos concluir que sí, que nos engañan.

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02 diciembre 2011

El buzo



Debe estar Griñán con el sentimiento del buzo de Schiller, aquel que se tragaron las olas. El buzo de Schiller, el poema que cita Freud del rey caprichoso y avaro que llevó a su pueblo hasta el abismo de unas rocas escarpadas para contemplar cómo rugía abajo el mar abajo con un bramido terrorífico de olas, un torbellino hambriento de aguas que engullía todo cuanto pasaba a su alrededor y un estallido frío de espuma blanca. El rey se bebió de un solo trago la copa de vino y la alzó en su mano: «Quién se atreve, caballero o escudero, a sumergirse en este abismo? Arrojaré una copa de oro abajo; ya la he vaciado en la negra boca. Quien me pueda mostrar la copa de nuevo puede quedársela, será suya». Todo el mundo dio un paso atrás, menos un joven valiente, impetuoso, que, sin pensarlo más, se lanzó al mar, directo al agujero negro del torbellino, para rescatar la copa del monarca. Y lo que vio allí dentro, cuando se lo tragaban las olas, sólo podría describirse con las palabras que describen el infierno. Cuando, al fin salió a la superficie, suspiró su alivio con una sola frase: «¡Alégrese quien respira a la rosada luz del día!» Así mismo debe estar el presidente Griñán, cada mañana, cuando algún amigo le llama al despacho, cuando se lo cruzan por los pasillos algunos compañeros, cuando se va a comer con sus colegas. «Qué, presidente, cómo van las cosas». Y él, imperturbable, con la resignación de quien se sabe derrotado, contesta como el buzo: «Alégrese quien respira a la rosada luz del día!»

Nada le ha salido bien a José Antonio Griñán desde que llegó a la presidencia de la Junta de Andalucía, quizá porque demasiado temprano comenzó a renunciar a todas aquellas reformas que pretendía. Esta última encuesta de la propia Junta de Andalucía, el IESA, confirma el imposible estadístico con el que Griñán, y el PSOE andaluz, afrontan la campaña electoral de marzo: la dificultad de remontar en cuatro meses la tendencia de tres años. Lo de menos es que los andaluces crean que el PP va a ganar las próximas elecciones y que le saque diez puntos de ventaja, lo peor son todos los detalles que acompañan a ese ambiente generalizado de cambio. En la comparación, la mayoría de los encuestados piensa que Javier Arenas, su rival directo, va a gestionar mejor la creación de empleo, y también la educación. Piensa la mayoría, de la misma forma, que Arenas está más preparado para resolver los problemas de Andalucía, que tiene más credibilidad y que, en consecuencia, que lo haría mejor que Griñán como presidente de Andalucía. Hasta en la pregunta de si tendría que renunciar Griñán a ser el candidato del PSOE, el personal responde afirmativamente. Hay otros valores que en los que se impone Griñán (honestidad, capacidad de diálogo), pero la sensación general que transmite la encuesta sólo permite constatar lo que desde hace tiempo se ha convertido en un escalofrío dentro del partido, el vértigo del final de ciclo.

(Luego de salir a la superficie, el rey caprichoso y avaro, le propuso al joven buceador lanzarse de nuevo al torbellino de olas y de espuma, para relatarle con más detalle cómo son las fauces del infierno. Si lo hacía, suya sería su hija, a la que podría tomar como esposa, y también una parte de su fortuna. Pero el joven se lanzó de nuevo al mar y ya no volvió más.)

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