El Blog de Javier Caraballo

Javier Caraballo es periodista de EL MUNDO. Es redactor Jefe de Andalucía y autor, de lunes a viernes, de una columna de opinión, el Matacán, sobre la actualidad política y social. También participa en las tertulias nacionales de Onda Cero, "Herrera en la Onda" y "La Brújula".

08 octubre 2010

San Rafael



De todos los procesados del caso Malaya, sólo uno tiene protección divina. Por lo menos, la protección divina que idearon los romanos con su universo de dioses cercanos y emperadores caídos del cielo. El mismo mármol que sirvió para modelar la divinidad de César en sus estatuas, le ha servido a uno de los acusados del caso Malaya para auparse en calles y plazas de Andalucía sobre el resto de mortales. Sólo uno, sí, Rafael Gómez, el hombre que le puso su cara a todas las estatuas de San Rafael que iba construyendo cuando el boom de las urbanizaciones y los mangazos. Y desde allí, en lo alto de la columna, mientras los niños juegan al columpio y las manos de los amantes reptan sudorosas por los bancos, uno mira al cielo y repara en la estatua de San Rafael con la cara de este procesado del Malaya. Y aterra pensar que nos susurra, como en las escrituras, «yo soy Rafael, uno de los siete ángeles que tiene entrada a la gloria del Señor».

Rafael Gómez, Sandokán. Era normal que su abogado irrumpiera ayer en el juicio del Malaya con una lengua de fuego, una espada flamígera con la que destapó con estruendo la caja de los secretos guardados. ¿Quién es J.A.G.? ¿Por qué no está sentado junto al resto de los acusados si, como ellos, figura con iniciales en el libro de sobornos de Roca? ¿Doscientos mil euros a cambio de qué? ¿Es cierto que esas iniciales corresponden a Juan Antonio González, el comisario jefe de la Policía Judicial? ¿Quién lo protege, por qué lo protegen?

El juicio del Malaya se ha roto; comienza otra etapa. Ya no hay líneas de cortesía jurídica, ni pactos de caballeros, ni cartas escondidas. Y ha sido Rafael Gómez, Sandokán, quien ha roto la baraja. Quizá para cerrar el círculo de un proceso penal que, en su mejor versión, comenzó una noche de cartas y alcohol. Una mano de póquer de tres millones de euros. Podemos imaginarlos, en una nube de humo de habanos, acariciendo sus cartas con la yema de los dedos. Cartas arriba: Roca los ha vencido. Todos se levanta y se van. Sólo a la salida, uno de los dos constructores de aquella timba jura venganza porque Roca llevaba cartar marcadas. De todos los orígenes posibles del caso Malaya, éste es, sin duda, el más completo. Y Rafael Gómez estaba en aquella partida. O quizá no, pero la leyenda siempre le va a acompañar.

Dicen que la mansión que se construyó en Córdoba la diseñó siguiendo la planta de la Casa Blanca con un salón oval en el que deslumbra a los amigos cuando abre las ventanas del jardín. Un pequeño arroyo serpentea entre los árboles y las estatuas de granito de animales salvajes. Aquel paraíso lo observa desde la altura una estatua de San Rafael que, como todas las demás, también tiene su cara. Al poco de salir de la cárcel, Sandokán se desanudó la corbata: ««Yo, que empecé de cabrero, he llegado a deber 3.200 millones de euros. Fijaos de lo que puede llegar a ser capaz un simple cabrero». Rafael Gómez ha vuelto a sus orígenes, ha sacado del cajón los arrestos de quien se fue a emigrar a Francia y, cuando volvió, abrió con los ahorros una tienda de ultramarinos. El principio de su fortuna multimillonaria.

Ahora, sobre las cenizas de su imperio, a la sombra del ángel que lleva su cara, quizá se ha jurado, con un beso en los dedos en cruz, que a Sandokán nadie lo engaña.

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