El Blog de Javier Caraballo

Javier Caraballo es periodista de EL MUNDO. Es redactor Jefe de Andalucía y autor, de lunes a viernes, de una columna de opinión, el Matacán, sobre la actualidad política y social. También participa en las tertulias nacionales de Onda Cero, "Herrera en la Onda" y "La Brújula".

28 octubre 2010

Los calaveras



A Mariano José de Larra le preocupaban los calaveras. Hace algo menos de dos siglos, Larra se percató de que la historia del mundo estaba condicionada por los calaveras; que esos especímenes habían determinado la historia del hombre sin que nadie, ningún historiador, ningún filósofo, ningún estadista, hubiera reparado en ello. De la misma forma que no se le presta atención a la fuerza determinante de la estupidez humana, como nos advirtió Cipolla, la presencia de los calaveras en el gobierno del mundo es la que nos puede explicar los acontecimientos más importantes de la historia. Lo Que le preocupaba a Larra es que, convencido como estaba de la importancia de los calaveras, nadie había considerado hasta entonces la necesidad de definirlos y, más allá, nadie se había preocupado de encontrar el origen etimológico de la palabra calavera aplicada, no al cráneo descarnado, sino a la persona, al personaje. Y eso, añadía él, que se trata de una especie que pertenece a todos los tiempos: “César, marido de todas las mujeres de Roma, hubiera pasado en el día por un excelente calavera. Marco Antonio, echando a Cleopatra por contrapeso en la balanza del destino del Imperio, no podía ser más que un calavera; en una palabra, la suerte de un pueblo se ha decidido a veces por una simple calaverada”.

Lo que puede suceder en el asunto de ese tipo, Rafael Velasco, que acaba de dimitir de todos sus cargos públicos, en el PSOE y en el Parlamento de Andalucía, quizá se explique por lo anterior, por la calaverada. El personaje, desde luego, da la talla de calavera, porque sólo hay que verlo, cómo viste, cómo habla, cómo actúa, para entender que pertenece a esa especie que se perpetúan a lo largo de la historia. Pero la consagración definitiva en esa condición de calavera le ha venido con su episodio final; el descubrimiento de las subvenciones que recibía la empresa de su mujer de la Junta de Andalucía, su mofa inicial al trascender el escándalo y la sobreactuación final de su dimisión, en la que no ha reparado en fronteras morales. Y ha sido esto último, de toda la historia, el peor final de todos. Sencillamente, las explicaciones que ha ofrecido el tipo para justificar su doble dimisión pueden considerarse, desde un punto de vista moral, tan graves como el escándalo en sí. Dicho de otra forma: ¿por qué hay que permitir que un político, en vez de dar explicaciones detalladas, se permita acusar a quienes le denuncian de practicar una “cacería que ha puesto en riesgo a su familia, a su mujer y a su hijo"? Nadie, con dos dedos de decencia política, se parapetaría en su mujer embarazada y en su hijo. Ese límite, que Velasco ha rebasado, es inaceptable. Es más: Velasco lo sabe; lo sabe desde mucho antes de que estallara este escándalo en EL MUNDO. Lo sabe y lo calla. La impudicia de poner a su familia por delante para arrojarla como excusa y extenderla como remordimiento con tal de justificar una quiebra política, es un límite que no tendría que haber rebasado. Y él lo sabe. Y lo calla.

Velasco ha sido víctima de sí mismo. De una forma de hacer política, de una generación de dirigentes atrofiada de poder. El PSOE de Griñán, quizá el primer sorprendido por el escándalo de quien él consideraba su infalible ‘número dos’, haría bien en desmarcarse pronto de ese discurso de cacerías familiares. Pongamos que, como decía Larra, Rafael Velasco no es más que uno de esos especímenes de la historia que se dan en llamar calaveras. Como ya han pasado dos siglos, el diccionario ahora recoge la voz ‘calavera’, referida al carácter, no al cráneo, en sus dos acepciones finales. Dice así: "Hombre de poco juicio y asiento. Hombre dado al libertinaje”.

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