El Blog de Javier Caraballo

Javier Caraballo es periodista de EL MUNDO. Es redactor Jefe de Andalucía y autor, de lunes a viernes, de una columna de opinión, el Matacán, sobre la actualidad política y social. También participa en las tertulias nacionales de Onda Cero, "Herrera en la Onda" y "La Brújula".

18 octubre 2010

Bronca



Cuando un político pierde el favor de la calle, pierde los pies y las manos. Si la calle se vuelve bronca, arisca, si la calle se emputece con gritos y vozarrones, el político se convierte en un faquir arruinado que camina sobre brasas ardientes y se quema. El bálsamo de abrazos que lo aupó a un liderazgo de moquetas y comodidad, se transforma entonces en una lluvia de aceite hirviendo. Y en las fotos aparecen con la cara desfigurada, desubicados, abrumados por la protesta, por el griterío, por el insulto. Sus nombres se escriben en pancartas de protesta con saliva negra, con la tinta indeleble de la mala leche y del cabreo.

Cuando un político pierde el favor de la calle, se precipita a un vacío en el que nada le queda, porque la política sin los aplausos, sin el calor del pueblo, se autodestruye, y el político se encuentra de pronto en una cárcel de odio, de exasperación. Una tormenta de odios macerados nubla el cielo, lo ennegrece, y se les ve caminando rápidos, marcando el paso rápido de los asesores, de los escoltas, para evitar el chaparrón. Se les ve correr, con sus trajes planchados y el deseo inútil de encontrar un refugio de calma en medio del aguacero de abucheos. Miran hacia abajo, miran hacia arriba, miran sin mirar a nadie. Cuando un político pierde el favor de la calle, la corte de serviles que siempre le acompaña enmudece, palidece y susurran maldiciones contra la turba hostil que los atosiga, que los acosa hasta arrinconarlos. Y allí, en el rincón, comprueban que sin la calle nada les queda, nada son y nada pueden ser. Porque un político que pierde el favor de la calle es un privilegio truncado, un globo pinchado. Decadencia envuelta en desprecio.

Un político nunca entenderá el abucheo, la pitada, la bronca. Siempre encontrará justificaciones públicas («va en el sueldo») y condenadas privadas («fascistas, fachas, exaltados»), pero nunca comprenderá las razones de la bronca porque hace tiempo que no escuchan los latidos de la calle. Se creen elegidos, se ven a sí mismos como dioses menores, y sólo esperan palabras de agradecimiento, aplausos de miel. Pero entonces, un día, irrumpe la calle, sobreviene la bronca para recordarles que la democracia también se expresa con la desaprobación, con la pitada, y que con esas chiflas, la gente, el pueblo, va tejiendo una alfombra que les conduce a la salida, al final.

Cuando los militares le pitan a Zapatero, cuando los funcionarios abuchean a Chaves, no son los militares ni los funcionarios los que tienen que recapacitar porque ni los militares ni los funcionarios son colectivos de descerebrados, de exaltados, sino gente normal a las que, con el nepotismo, con el olvido, les han tocado el resorte de la mala hostia, de la indignación. Cuando un político pierde el favor de la calle, una niebla de rencor, de antipatía, desdibuja el decorado de consignas gubernamentales. Los estúpidos lemas de propaganda oficial desaparecen de la vista. El político se encuentra, entonces, perdido en esa niebla porque los exabruptos lo han devuelto a una realidad que habían olvidado: no son nadie sin la gente.

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