El Blog de Javier Caraballo

Javier Caraballo es periodista de EL MUNDO. Es redactor Jefe de Andalucía y autor, de lunes a viernes, de una columna de opinión, el Matacán, sobre la actualidad política y social. También participa en las tertulias nacionales de Onda Cero, "Herrera en la Onda" y "La Brújula".

11 agosto 2010

Ternura en los ojos



La ternura es el último refugio de un hombre bueno cuando sabe que lo van a asesinar. Conté una vez el caso del maestro de un pueblo de Granada, arrastrado, como muchos otros, por la oleada fascista del julio infame de hace 74 años. Aquel buen hombre, maestro de un colegio que quizá coqueteó con la política o le habló a sus alumnos de las clases obreras, de la igualdad y de la libertad, lo detuvieron y lo llevaron al cuartel para fusilarlo. Los pocos días que estuvo detenido, los pasó el hombre mirando al patio del cuartel desde una pequeña ventanita de la celda en la que estaba. Observó que, cada mañana, los hijos de los guardias civiles salían al patio a jugar, ajenos al trasiego de desfiles y cuerdas de presos, de noticias de la guerra y rumores del frente. Una madrugada lo despertaron para llevarlo al paredón. Antes de vendarle los ojos, le preguntaron que si tenía alguna última voluntad y el maestro contestó de inmediato: «sí, quiero hablar con el coronel». Llegó un sargento, el comandante de puesto. «Dígame, yo soy la máxima autoridad», le contestó, molesto con el incordio de que lo hubieran despertado a las seis de la mañana. «Ah, muchas gracias», dijo el maestro. «Mire, lo que quería decirle es que cada mañana, los niños salen al patio a jugar. Y tienen ustedes la costumbre de colocar los fusiles, apilados, en el centro del patio, la culata en la tierra y los cañones hacia arriba. Los niños están jugando a la pelota o al escondite, pasan corriendo al lado de los fusiles y cualquier día, mire usted, va a ocurrir una desgracia…»

Ese instante final de ternura de un hombre al que van a fusilar es tan demoledor, que desde que me lo contaron la primera vez siempre lo relaciono con la única lección positiva que tendría que haber retenido el pueblo español de la trágica Guerra Civil: que cada vez que se enciendan los odios, cada vez que se desborden las pasiones, cada vez que se enconen los enfrentamientos, cada vez que se envenenen los agravios «que pensemos en los muertos y escuchemos su lección», como dejó dicho Azaña en su último discurso, dirigido ya a las generaciones venideras de españoles.

Una madrugada como ésta que ha pasado, la del 10 al 11 de agosto de 1936, a Blas Infante se lo llevaron al kilómetro 4 de la carretera de Carmona, a las afueras de Sevilla, para fusilarlo. Me importa menos que Blas Infante fuera andalucista, que sea considerado ‘padre de la patria andaluza’, que su mirada de aquella noche. Me importan menos sus errores y sus aciertos, sus ilusiones y sus desvaríos, que el ejemplo de un hombre que muere por sus ideas. De Blas Infante me importa la lección de su muerte porque de ese escarmiento nace la libertad de un pueblo y la tolerancia al que piensa distinto. A Blas Infante no hay más que verlo en las fotografías, con sus gafitas redondas, para imaginar que, como el maestro de Granada, antes de gritar ‘viva Andalucía libre’, se dirigió a sus verdugos: «Mire, yo soy nacionalista, pero les veo a ustedes pelearse tanto en España, que cualquier día va a ocurrir una desgracia».

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